En gran parte de esas ocasiones, la segunda de las posturas descritas se planteaba a la desesperada. La inmensa mayoría de los demandantes que han solicitado la nulidad de productos financieros de riesgo lo ha hecho porque verdaderamente ese producto no era adecuado para su perfil.
No obstante, esa generalización tiene sus excepciones y, efectivamente, no todos los contratantes de productos de riesgo -y posteriormente demandantes- tenían ese perfil conservador. Muchos otros vieron una opción de maximizar su beneficio de una forma u otra.
Ahora bien, ¿tienen estas personas derecho a reclamar?; ¿se les ofreció toda la información necesaria en la contratación?; ¿debían haberla conocido de antemano?.
Y, en todo caso, ¿el hecho de que debieran haberla conocido de antemano exime a la entidad de su deber de informar de los riesgos de cada producto a contratar?
- De una forma u otra, la defensa de las entidades bancarias ha venido manteniendo que una persona que contrata un producto financiero de riesgo con ánimo de lucro no podía en ningún caso ser considerado como consumidor, ni beneficiarse en un procedimiento judicial de tal condición.
- Pues bien, al respecto de esta cuestión tan controvertida se ha pronunciado recientemente el Tribunal Supremo en su brillante Sentencia de 9 de junio de 2017.
- Dicha resolución -plagada de argumentos y manifestaciones muy esperados- entra de forma directa a valorar la posibilidad de convivencia de ambos conceptos, el de consumidor y el de ánimo de lucro, separando los escenarios que suponen estar ante un consumidor persona física y un consumidor persona jurídica.
- En primer lugar, se refiere a ambos escenarios de la siguiente forma:
“En efecto, a diferencia de lo que ocurre con las directivas comunitarias que sólo se refieren a personas físicas, tras dicha reforma se sigue distinguiendo entre consumidor persona física y consumidor persona jurídica, pero se añade que el ánimo de lucro es una circunstancia excluyente solo en el segundo de los casos. Es decir, se introduce un requisito negativo únicamente respecto de las personas jurídicas, de donde cabe deducir que la persona física que actúa al margen de una actividad empresarial es consumidora, aunque tenga ánimo de lucro”.
Con esta afirmación, el Tribunal Supremo parece dejar claro que los conceptos de consumidor y ánimo de lucro no son excluyentes en un escenario de consumidor persona física. No obstante, la Sentencia precisa más la situación a continuación, cuando manifiesta lo siguiente:
“No obstante, sin apartarse de dicha regulación, cabría considerar que el ánimo de lucro del consumidor persona física debe referirse a la operación concreta en que tenga lugar, puesto que si el consumidor puede actuar con afán de enriquecerse, el límite estará en aquellos supuestos en que realice estas actividades con regularidad (comprar para inmediatamente revender sucesivamente inmuebles, acciones, etc.), ya que de realizar varias de esas operaciones asiduamente en un período corto de tiempo, podría considerarse que, con tales actos, realiza una actividad empresarial o profesional, dado que la habitualidad es una de las características de la cualidad legal de empresario, conforme establece el art. 1.1º CCom”.
- De esta forma, el Tribunal Supremo zanja el debate y reafirma aun más las opciones de los afectados por la adquisición de productos financieros complejos que ostentan la condición de consumidor.
- Victor Ortiz Hernández
- Abogado
Contents
El Tribunal Supremo descarta a las sociedades mercantiles como consumidor y usuario
Los litigios en materia de consumo han experimentado en la última década un importante auge, siendo las reclamaciones bancarias su principal exponente.
Los derechos del consumidor, ciertamente, se han visto reforzados por la normativa y jurisprudencia más reciente. No en vano un alto porcentaje de las reclamaciones al sector bancario se han resuelto a favor de los consumidores, aunque no todos los reclamantes ostentan dicha condición.
El Tribunal Supremo ha descartado a las sociedades mercantiles como consumidor y usuario. (Publicado en Idealista)
EL CONCEPTO DE CONSUMIDOR, OBJETO DE DEBATE
El concepto de consumidor se ha ido perfilando por la normativa y jurisprudencia comunitarias, al introducir sucesivos cambios en nuestra legislación.
De este modo, conforme a la vigente normativa, las personas físicas que actúan con un propósito ajeno a su actividad comercial, empresarial, oficio o profesión son consumidores o usuarios.
Las personas jurídicas y las entidades sin personalidad jurídica que actúan sin ánimo de lucro, en un ámbito ajeno a una actividad comercial o empresarial, también ostentan tal condición.
La valoración jurídica del reclamante, en aras a dilucidar si ostenta o no la condición legal de consumidor, resulta siempre primordial para resolver buena parte de los conflictos. Cuestión que aborda la sentencia que comentamos con ocasión de la demanda que una sociedad mercantil interpuso contra una entidad bancaria, solicitando la nulidad de una cláusula del préstamo hipotecario en su día contratado.
EL CONCEPTO DE CONSUMIDOR EN LA JURISPRUDENCIA COMUNITARIA
Los criterios vigentes del derecho comunitario para calificar como consumidor a una persona, según recuerda el Tribunal Supremo, han sido resumidos por una reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE).
Dicha resolución comunitaria aboga por una interpretación restrictiva del concepto de consumidor.
Por consiguiente, solo a los contratos celebrados al margen de cualquier actividad o finalidad profesional, cuyo único objetivo sea satisfacer necesidades de consumo privado, les es aplicable el régimen específico de protección del consumidor.
Además, señala la Sala, debe tenerse en cuenta que la obtención de unos beneficios para su reparto entre los socios es consustancial a una sociedad mercantil, de tal manera que el fin lucrativo es la causa del contrato de sociedad, según criterio jurisprudencial reiterado del Tribunal Supremo.
Por tanto, el ánimo de lucro con el que actuó la entidad demandante no ofrece lugar a duda, dado que fue la sociedad quien contrató el préstamo para destinarlo a financiar los fines que se detallan en el objeto social, según consta en los estatutos de la mercantil.
En consecuencia, la demandante no puede gozar del amparo legal dispensado a los consumidores y usuarios al no poder ser considerada como tal.
LAS SOCIEDADES MERCANTILES NO TIENEN EL CARÁCTER DE CONSUMIDOR Y USUARIO
Por todo ello, concluye el Supremo, no es posible en este caso declarar la nulidad de la cláusula contractual denunciada, dado que los controles de transparencia y abusividad que cabe realizar en los contratos suscritos por un consumidor, resultan en este caso improcedentes dado que la mercantil demandante no tenía tal naturaleza. Procede, de este modo, estimar el recurso de casación interpuesto por la entidad bancaria.
En todo caso, no dude en consultarnos para que podamos asesorarle.
¿Puede un consumidor tener ánimo de lucro?
En los últimos cuatro años el TS ha dictado casi un centenar de sentencias sobre el papel que juega el ánimo de lucro en el concepto de “consumidor”. Y, en particular, en dos ámbitos: el aprovechamiento por turno de bienes inmuebles para uso turístico y los préstamos hipotecarios.
La norma básica reguladora del Derecho de Consumo –el TRLGDCU- es bastante claro al respecto. Manuel, un médico muy respetado en su pueblo, compra un cuadro de un pintor muy famoso para después revenderlo a un tercero.
¿Puede ser considerado “consumidor” al comprar el cuadro o el ánimo de lucro que le lleve a exigir posteriormente un “sobreprecio” lo acerca más al rol de un empresario? Está claro que en la segunda venta no se plantea la aplicación del TRLGDCU por tratarse de un acto entre particulares –lo que aparece excluido en su artículo 2-, pero, ¿qué ocurre respecto al acto de compra del cuadro por parte de Manuel?
Comenzando por la LCU de 1984, su artículo 1.
2 definía al «consumidor» de la siguiente manera: «las personas físicas o jurídicas que adquieren, utilizan o disfrutan como destinatarios finales, bienes muebles o inmuebles, productos, servicios, actividades o funciones, cualquiera que sea la naturaleza pública o privada, individual o colectiva de quienes los producen, facilitan, suministran o expiden». Lo importante, para el legislador de 1984, era que el adquirente usara el bien o servicio como destinatario final, luego Manuel no tenía la condición de consumidor por haber revendido el cuadro y no haberlo mantenido para sí.
Con el TRLGDCU de 2007, el concepto pasa a ocupar el artículo 3, donde se indica: «A efectos de esta norma y sin perjuicio de lo dispuesto expresamente en sus libros tercero y cuarto, son consumidores o usuarios las personas físicas que actúen con un propósito ajeno a su actividad comercial, empresarial, oficio o profesión.
/ Son también consumidores a efectos de esta norma las personas jurídicas y las entidades sin personalidad jurídica que actúen sin ánimo de lucro en un ámbito ajeno a una actividad comercial o empresarial». Esta definición es fruto de la reforma operada por la Ley 3/2014, de 27 de marzo.
En este caso, ya no es tan importante ser destinatario final del bien o servicio, que resulta irrelevante, sino que la persona actúe con un fin ajeno a su actividad comercial o empresarial.
En consecuencia, Manuel, que es médico y no se dedica a la venta de obras de arte, será consumidor, pues ese acto de reventa del cuadro está al margen de su actividad profesional.
Se deriva de esto, entonces, que el ánimo de lucro no es, respecto de las personas físicas, un criterio determinante para calificar a alguien como consumidor –cuestión distinta es la persona jurídica, a la que sí se le exige de forma expresa la ausencia de ánimo de lucro en todo caso-. No obstante, esta afirmación, como veremos después, merece ser matizada.
Antes de la reforma señalada, el artículo 3 TRLGDCU tenía por consumidor a «las personas físicas o jurídicas que actúan en un ámbito ajeno a una actividad empresarial o profesional».
El legislador no se refería a «su actividad empresarial o profesional», sino a «una actividad empresarial o profesional» en general.
Por tanto, con la redacción originaria del TRLGDCU en la mano, Manuel no sería un consumidor, pues el acto de reventa con ánimo de conseguir un sobreprecio constituye una actividad comercial o empresarial (la reventa de obras de arte).
En el ámbito comunitario, el TJUE ha declarado que «consumidor» es alguien que actúa al margen o con un propósito ajeno a su actividad profesional, y que la intención lucrativa no debe ser un criterio de exclusión para la aplicación de dicha noción, salvo que el acto se realice con habitualidad.
Así, nos encontramos con la sentencia de 25 de octubre de 2005 (asunto C-350/03, caso Schulte), donde aplicó la noción de consumidor de la Directiva 85/577/CEE, de protección de los consumidores respecto de contratos celebrados fuera del establecimiento comercial, a quien solicitó un préstamo destinado exclusivamente a la financiación de una compraventa de bienes inmuebles que formaban parte de una fórmula de inversión de capital financiada a crédito. En la sentencia de 10 de abril de 2008 (asunto C-412/06, caso Hamilton) consideró consumidor a un particular que solicitó un crédito para financiar la adquisición de participaciones en un fondo de inversión inmobiliaria. Y en la sentencia de 3 de septiembre de 2015 (asunto C-110/14, caso Costea) entendió que se incluye en tal concepto a una persona física que ejerza la abogacía y celebre con un banco un contrato de crédito no vinculado a su actividad profesional, incluso aunque no se precise el destino del crédito.
En los autos de 19 de noviembre de 2015 (asunto C-74/15, caso Tarcãu) y de 14 de septiembre de 2016 (asunto C-534/15, caso Dimitras), el TJUE reconoció la condición legal de consumidor al fiador, cumpliéndose dos condiciones: 1) que el consumidor actúe en un ámbito ajeno a su actividad profesional o empresarial, aunque la operación afianzada sí tenga dicho carácter; 2) que entre el garante y el garantizado no existan vínculos funcionales, como, por ejemplo, una sociedad y su administrador. En el auto de 27 de abril de 2017 (asunto C-535/16, caso Bachman), se planteaba la aplicación de la Directiva 93/13/CEE a una relación bancaria establecida inicialmente entre un banco y una sociedad mercantil, cuya posición contractual la ocupó posteriormente una persona física. Según el TJUE, una persona física que, a raíz de una novación, ha asumido contractualmente, frente a una entidad de crédito, la obligación de devolver créditos inicialmente concedidos a una sociedad mercantil para el ejercicio de su actividad, puede considerarse consumidor, en el sentido del artículo 2.b) de dicha directiva, cuando: a) carezca de vinculación manifiesta con esa sociedad; b) actúe de ese modo por sus lazos con la persona que controlaba la sociedad.
En otras sentencias, el TJUE ha excluido el concepto de consumidor en aquellos casos en los que la persona celebraba contratos para usos relacionados con su actividad profesional y no para satisfacer las propias necesidades de consumo privado.
Así, por ejemplo, cabe destacar las sentencias de 17 marzo 1998 (asunto C45/96, caso Dietzinger), sobre un contrato de fianza concluido por un particular para garantizar la devolución de un préstamo para una finalidad empresarial ajena; de 3 de julio de 1997 (asunto C-269/95, caso Benincasa), en relación a un contrato que el demandante no celebró para un uso relacionado con una actividad profesional ya ejercida, sino para un uso relacionado con una actividad profesional que debía iniciarse en el futuro (en este caso, un acuerdo de franquicia para la apertura de un establecimiento comercial propio); y de 14 marzo 1991 (asunto C-361/89, caso di Pinto), recaída en un asunto en que un empresario contrató en su domicilio unos servicios de publicidad.
Volviendo a nuestro país, y como señalé al principio, esta cuestión la ha tratado el TS respecto de ámbitos muy concretos. El primer bloque de casos tiene que ver con el aprovechamiento por turno de bienes inmuebles.
¿Qué pasaría si Manuel adquiere un derecho de aprovechamiento por turno con ánimo de revenderlo en lugar de disfrutarlo él mismo? Según el Alto Tribunal, Manuel sería consumidor, pues el ánimo de lucro no es un elemento decisivo del concepto, y menos tras la reforma por la Ley 3/2014 –téngase en cuenta que el concepto de «consumidor» del TRLGDCU coincide con el que aparece en el artículo 1.3 de la Ley 4/2012, de 6 de julio, de contratos de aprovechamiento por turno de bienes de uso turístico, de adquisición de productos vacacionales de larga duración, de reventa y de intercambio y normas tributarias-.
Ahora bien, que no sea un criterio decisivo no significa que el ánimo de lucro sea irrelevante en estos casos.
Como lo anterior podría llevar a situaciones abusivas –imaginémonos que Manuel adquiere cada año seis derechos de aprovechamiento por turno para después revenderlos y obtener un lucro, pretendiendo la aplicación de la especial protección que le confiere el TRLGDCU-, apunta el TS que hay que tener en cuenta el criterio de la habitualidad.
Así, cuando un particular adquiere varios derechos de aprovechamiento por turno para después revenderlos regularmente con el fin de enriquecerse, entonces no se le podrá considerar consumidor. Al haber habitualidad en una actividad comercial, se aproxima más al concepto de «empresario» del artículo 1.
1 del Código de Comercio, según el Alto Tribunal. No se podrían hacer varias de esas operaciones asiduamente en un corto período de tiempo. Obsérvese que no aplica el concepto de «empresario» del artículo 4 TRLGDCU, sino el que aparece en el Código de Comercio.
Sin embargo, el TS deja sin determinar el número de operaciones que deben darse y el período de tiempo en que tienen que producirse. Si Manuel revende los seis derechos de aprovechamiento por turno que ha adquirido en un año, ¿habría habitualidad? Parece que sí.
Pero, ¿y si revende únicamente dos de los seis derechos mediando cinco años entre ambas ventas? Ya no estaría tan claro. La habitualidad implica la conjugación de dos variables: el número de operaciones y el tiempo.
Si el consumidor realiza varias de estas operaciones asiduamente en un corto período de tiempo, habría que entender, entonces, que está desarrollando una actividad empresarial o profesional.
Y, dentro del factor tiempo, habría que tener en cuenta no sólo la distancia temporal entre las distintas operaciones de reventa que efectúe el consumidor, sino también la distancia temporal entre el acto de adquisición del derecho y el primer acto de reventa del mismo. De esta manera, si Manuel adquiere el derecho de aprovechamiento para inmediatamente revenderlo, entonces no puede ser considerado consumidor.
Otro criterio que apunta el Alto Tribunal para determinar la condición o no de consumidor de quien revende su derecho es el quantum invertido.
Si la cantidad total invertida en la adquisición de derechos de aprovechamiento por turno es reducida y se puede entender que se refiere más a una persona media que invierte sus ahorros, que a un profesional de la inversión, entonces no hay que excluir su condición de consumidor.
Dentro de las sentencias del TS relativas a este primer bloque de materias, cabe destacar, entre otras muchas, las de 19 de diciembre de 2017 (RJ 2017/5768); 15 de noviembre de 2017 (RJ 2017/6155); 11 de octubre de 2017 (RJ 2017/4301); 22 de septiembre de 2017 (RJ 2017/4865); 18 de julio de 2017 (RJ 2017/3473); 9 de junio de 2017 (RJ 2017/2625); 9 de mayo de 2018 (JUR 2018/133946); 24 de abril de 2018 (JUR 2018/122016); 7 de marzo de 2018 (RJ 2018/935); 15 de febrero de 2017 (RJ 2017/589); ó 16 de enero de 2017 (RJ 2017/22).
El segundo bloque de casos tiene que ver con los contratos de préstamo hipotecario. En particular, los supuestos en que una persona física se subroga en un préstamo concedido previamente al promotor que le vende la vivienda.
Según el TS, dicha persona física debe ser considerada consumidora a los efectos de recibir la protección frente a las cláusulas abusivas y la aplicación de la normativa relativa al control de transparencia.
Habría que distinguir entre el préstamo concertado entre el banco y el promotor, por un lado, y la subrogación posterior por parte de un comprador-consumidor, por otro.
Sólo el segundo constituye un contrato de consumo, sometido al control de transparencia, debiendo cumplirse todos los deberes de información. Así lo entendió en sus sentencias de 26 de enero de 2018 (RJ 2018/194); 24 de enero de 2018 (RJ 2018/181); 23 de enero de 2018 (RJ 2018/249); y 17 de enero de 2018 (RJ 2018/34).
En cambio, no considera que estemos ante un consumidor cuando una persona solicita un préstamo con el fin de refinanciar unas deudas derivadas de su actividad empresarial y así unificarlas y poder sobrellevar mejor las cuotas mensuales de amortización (7 de noviembre de 2017 [RJ 2017/4763]) o con el fin de financiar la adquisición de un local para su explotación comercial, ya sea por sí mismo o mediante su cesión a terceros (10 de enero de 2018 [RJ 2018/58]).
¿Y si resulta que Manuel solicita un préstamo, pero no indica si lo utilizará para propósitos profesionales o para propósitos personales? Explica el Alto Tribunal que cuando no resulta claramente acreditado que un contrato tiene una finalidad exclusiva personal o profesional, el contratante en cuestión deberá ser considerado consumidor cuando el objeto profesional no predomine en el contexto general del contrato, atendiendo a todas las circunstancias del caso concreto. En la sentencia de 5 de abril de 2017 (RJ 2017/2669), se trataba de un préstamo utilizado primordialmente, junto a otros fines, para reparar y acondicionar un edificio a fin de dedicarlo a un negocio de alquiler inmobiliario, luego no podía aplicarse el concepto de consumidor.
En conclusión, el TS abre la puerta a que un consumidor persona física pueda tener ánimo de lucro respecto de una operación empresarial o profesional concreta, siempre que no sea su ámbito de dedicación y se trate de un acto puntual.
Sin embargo, este criterio de la habitualidad puede ser un arma bastante peligrosa, en la medida en que podría darse el caso de una persona que realiza actos de venta, ajenos a su actividad profesional o empresarial, con ánimo de enriquecerse, pero lo suficientemente alejados en el tiempo unos de otros como para no ser tenido por empresario. Además, aunque esa persona no se dedique habitualmente a desarrollar actividades comerciales y las haga de manera aislada, en muchas ocasiones precisará de asesoramiento y se habrá preparado técnicamente lo suficiente para que la operación le reporte el máximo beneficio económico posible, por lo que ya no tendrá sentido la especial protección que brinda el TRLGDCU.
El ánimo de lucro ¿excluye la condición de consumidor de una persona física?
El ánimo de lucro ¿excluye la condición de consumidor de una persona física?
La respuesta a esta interesante cuestión nos las ofrece la sentencia de 16 de enero de 2017, dictada por el Pleno de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo, que declara que “el ánimo de lucro no excluye necesariamente la condición de consumidor de una persona física.
En relación con la controversia litigiosa, partiendo del expuesto concepto de consumidor o usuario como persona que actúa en un ámbito ajeno a una actividad empresarial o profesional, y dado que en el contrato se prevé la posibilidad de reventa, cabe preguntarse si es posible una actuación, en un ámbito ajeno a una actividad empresarial o profesional, que se realice con ánimo de lucro.”
Añade el Pleno de la Sala de lo Civil que “la jurisprudencia comunitaria ha considerado que esta intención lucrativa no debe ser un criterio de exclusión para la aplicación de la noción de consumidor, por ejemplo en la STJCE 10 abril 2008 (asunto Hamilton), que resolvió sobre los requisitos del derecho de desistimiento en un caso de contrato de crédito para financiar la adquisición de participaciones en un fondo de inversión inmobiliaria; o en la STJCE 25 octubre 2005 (asunto Schulte), sobre un contrato de inversión. Además, la redacción del art. 3 TRLGCU se refiere a la actuación en un ámbito ajeno a una actividad empresarial en la que se enmarque la operación, no a la actividad empresarial específica del cliente o adquirente (interpretación reforzada por la STJUE de 3 de septiembre de 2015, asunto C-110/14).”
A su vez, explica el Tribunal “la reforma del mencionado art. 3 TRLGCU por la Ley 3/2014, de 27 de marzo, aunque no sea directamente aplicable al caso por la fecha en que se celebró el contrato, puede arrojar luz sobre la cuestión.
En efecto, a diferencia de lo que ocurre con las directivas comunitarias que sólo se refieren a personas físicas, tras dicha reforma se sigue distinguiendo entre consumidor persona física y consumidor persona jurídica, pero se añade que el ánimo de lucro es una circunstancia excluyente solo en el segundo de los casos.
Es decir, se introduce un requisito negativo únicamente respecto de las personas jurídicas, de donde cabe deducir que la persona física que actúa al margen de una actividad empresarial es consumidora, aunque tenga ánimo de lucro.”
Matiza el alto Tribunal que “no obstante, sin apartarse de dicha regulación, cabría considerar que el ánimo de lucro del consumidor persona física debe referirse a la operación concreta en que tenga lugar, puesto que si el consumidor puede actuar con afán de enriquecerse, el límite estará en aquellos supuestos en que realice estas actividades con regularidad (comprar para inmediatamente revender sucesivamente inmuebles, acciones, etc.), ya que de realizar varias de esas operaciones asiduamente en un período corto de tiempo, podría considerarse que, con tales actos, realiza una actividad empresarial o profesional, dado que la habitualidad es una de las características de la cualidad legal de empresario, conforme establece el art. 1.1º CCom. Desde este punto de vista, no consta que la Sra. realizara habitualmente este tipo de operaciones, por lo que la mera posibilidad de que pudiera lucrarse con el traspaso o reventa de sus derechos no excluye su condición de consumidora.”
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Consumidor y relaciones de consumo
El Derecho europeo parte de una idea de consumidor delimitada por dos elementos, su carácter de persona física, con alguna excepción que veremos en el apartado último de este texto, y por otro, su actuación con fines ajenos a su actividad profesional o empresarial. Esta definición no ha estado exenta de polémica, tanto por lo que se refiere a la exclusión de las personas jurídicas, como en cuanto a la finalidad no profesional.
En cuanto a la exclusión de las personas jurídicas hay que decir que no es el caso del Derecho español, nuestro derecho presenta como particularidad frente al Derecho europeo su extensión a las personas jurídicas, ya desde el texto original de la LGDCU de 1984, que ahora podemos ver en el art. 3 del Texto Refundido de esta misma disposición de 2007; que posteriormente fue reformado por la Ley 3/2014, y se extendió su ámbito subjetivo incluso a las entidades sin personalidad jurídica que actúen sin ánimo de lucro en un ámbito ajeno a una actividad comercial o empresarial. En este último caso parece que se está pensando fundamentalmente en las comunidades de propietarios, sin perjuicio de dar entrada a algún otro tipo de agrupación de personas físicas que cumplan los dos requisitos establecidos.
Aunque se han planteado algunas dudas sobre la extensión de la condición de consumidor a las personas jurídicas, a nuestro juicio, lo que hay que plantearse respecto a éstas es si realmente pueden tener o no un consumo privado.
O lo que es lo mismo, qué tipo de personas jurídicas se puede entender que adquieren o utilizan bienes para su propia subsistencia, sin que trasciendan de una u otra manera en sus relaciones económicas con terceros, esto es, al mercado.
Es lo que de otro modo se venía a decir bajo la norma originaria de 1984 cuando se aludía de manera positiva a los consumidores como destinatarios finales, que ahora se corresponde con la exigencia negativa de que el consumidor actúe con fines que no entren en el marco de una actividad profesional o empresarial. No vemos diferencia alguna trascendente entre ambas formulaciones jurídicas. Enseguida volveremos sobre esta cuestión.
Pues bien, en puridad no parece muy correcto hablar de la persona jurídica como consumidor, en tanto en cuanto constituye una imposibilidad jurídica que se le pueda calificar de destinataria final de los bienes o servicios que adquiere. Como se suele sostener, la exigencia legal debe ser entendida como satisfacción de necesidades particulares (personales o familiares), y las mismas sólo se puede predicar en principio de las personas físicas.
No obstante, lo anterior no debe impedir que bajo determinadas circunstancias la cualidad de consumidor del miembro, socio o asociado persona física se extienda a la persona jurídica a la que pertenece.
Téngase en cuenta que lo normal será que el Derecho especial «transforme» el Derecho común, de tal manera que en la generalidad de los casos poco o nada tendrán que ver los derechos o bienes adquiridos por la persona jurídica con los que luego correspondan a los miembros o socios del ente.
En el caso de las sociedades de capital la transformación los convierte en los típicos derechos políticos y económicos.
Sin embargo, en otros casos, esto no tiene que ocurrir así, porque cabe la posibilidad de que la persona jurídica cumpla una mera función representativa o de intermediación y por tanto el tránsito de bienes o servicios se produzca sin ningún tipo de alteraciones, y justamente esto es lo que pensamos que puede suceder en determinados casos en los que se suele admitir que la persona jurídica pueda ser calificada de consumidor. Esto es, siempre que se satisfagan dos premisas, una, que se trate de personas jurídicas en situación equiparable a la de los consumidores personas físicas, que son las que adquieren bienes o servicios no con la finalidad de integrarlos como un inputs –directo o indirecto- de la empresa, sino para transmitirlos o cederlos sin transformación o con una transformación mínima, gratuitamente, o a un precio de coste, y mediante una relación ajena al mercado, a personas vinculadas de algún modo con ella, y con la finalidad de dar satisfacción a las necesidades particulares de estas últimas. Así se puede entender en ciertos casos respecto a las asociaciones y las fundaciones. En el caso de los entes sin personalidad jurídica se puede observar con mayor nitidez, pensamos en particular en las comunidades de propietarios. Y la segunda premisa, que se ha de respetar el catálogo tasado de personas jurídicas del Derecho privado, si bien esto último resulta hoy relativo al darse entrada a los entes sin personalidad jurídica. En definitiva, lo que se hace es delimitar positiva y negativamente los casos concretos de , si es que esta expresión resulta admisible, lo que no deja de plantear alguna duda.
Recapitulando, cabe la posibilidad de que las personas jurídicas, excepcionalmente, puedan ser consideradas como consumidores.
Pero bien entendido que para ello será necesario como requisito fundamental que los integrantes de la persona jurídica se constituyan en verdaderos destinatarios finales de los bienes y servicios, de manera que aquélla no cumpla una función transformadora sino de mera mediación.
Sobre la profesionalidad y el ánimo de lucro de las personas jurídicas
Llegados a este punto el principal problema que permanece todavía es el relativo a la profesionalidad de la actuación de la persona jurídica. A primera vista puede dar la impresión de que el concepto de persona jurídica está asociado necesariamente a la idea de profesionalidad, o que resulta incompatible con la no profesionalidad.
O dicho de otro modo, que en las personas jurídicas parece que la profesionalidad se presume, por lo que no es concebible una persona jurídica que actúe en un ámbito ajeno a una actividad empresarial o profesional. Como es natural estamos pensando fundamentalmente en las sociedades de capital, aunque no tiene que ser así.
La cuestión es que en este punto las regulaciones española y comunitaria se distancian, al incluir y excluir respectivamente la mención expresa a la persona jurídica.
A nuestro juicio hablar de destinatarios finales o de actuaciones en un ámbito ajeno a una actividad empresarial o profesional, debe ser interpretado en un mismo sentido, básicamente como actuaciones fuera de mercado, puede haber algún matiz diferenciador pero de escaso relieve.
Y esto nos parece que debe ser así por varias razones. Primero, porque efectivamente hay personas jurídicas que no intervienen en el mercado, esto es, con terceros, sino de manera exclusiva o casi exclusiva con sus propios miembros, como sucede con las entidades mutualistas.
Y segundo, porque de lo contrario, estaríamos admitiendo la posible doble condición de profesional y de consumidor en las personas físicas y no en las personas jurídicas, y no parece en principio razonable que el expediente de la persona jurídica deba impedir, en todo caso, que las personas físicas que están detrás de una persona jurídica, queden privadas de la protección propia de los consumidores, cuando precisamente en ciertos casos las personas jurídicas se constituyen con la evidente finalidad de mejorar la posición de aquéllas en el mercado. Sería enormemente paradójico que se le negasen los derechos propios de los consumidores a un grupo de personas físicas por el sólo hecho de estar agrupadas bajo una personalidad jurídica diferente (ejs: asociación de consumidores o cooperativa de consumo), cuando desde la propia Constitución (art. 51) y del Derecho de protección de consumidores se promueve y fomenta el asociacionismo como la mejor forma de desarrollar los sistemas de autoprotección. De ahí que, a nuestro juicio, el dato clave a tomar en cuenta no deba ser tanto la profesionalidad entendida simplemente como el ejercicio de una actividad laboral más o menos cualificada, sino la profesionalidad o habitualidad en el sentido de nuestro Código de Comercio de 1829 (la dedicación habitual y ordinaria al tráfico mercantil), que pervive en el vigente de 1885, esto es, como actuaciones para el mercado, que lleva implícito la actuación en nombre propio o de manera independiente. De esta manera, además, se alcanza un mejor acoplamiento sistemático entre el Derecho mercantil de contratos (arts. 325 y 326 del C. de C.) y las normas de protección de los consumidores, que son normas civiles, sin perjuicio de sus particularidades regulatorias.
Otra cosa es lo relativo al ánimo de lucro. La profesionalidad tal y como la vemos suele llevar aparejada el ánimo de lucro, pero no tiene que ser así necesariamente. Se pueden desarrollar actividades para el mercado sin que conlleven un ánimo de lucro.
Entendido éste en sentido subjetivo como el ánimo de obtener para sí o de repartir las ganancias entre los partícipes en el negocio. O dicho de otro modo, se puede ser empresario sin necesidad de que se persiga una finalidad lucrativa. Pero de lo que no se puede prescindir es de la profesionalidad y de la actuación independiente.
Así lo vemos hoy en un texto moderno y relevante como es el Marco Común de Referencia (MCR/DCFR), donde se define al del siguiente modo:
como una persona natural o jurídica, de naturaleza pública o privada, que actúa con objetivos relacionados con su propio comercio, trabajo o profesión independiente, incluso si no tiene ánimo de lucro en el desarrollo de su actividad (art. I.-1:105, párrafo segundo).
En conclusión se puede decir que no porque se actúe sin ánimo de lucro estamos ante un consumidor, ya sea éste una persona física o una persona jurídica, porque lo verdaderamente relevante es que se trate de actos fuera de mercado.
Destinatarios finales o actuaciones fuera del ámbito profesional: actos fuera de mercado
Respecto a la finalidad no profesional hay que decir en primer lugar que, a nuestro juicio, no existe diferencia relevante entre el texto de 1984 y el de 2007, si bien no hay una coincidencia en su literalidad.
En ambos casos se alude al consumidor como persona física o jurídica, con la diferencia de que en el texto más antiguo se hablaba de destinatarios finales, y en el más moderno y vigente, en lugar de destinatarios finales se habla de sujetos que actúan en un ámbito ajeno a una actividad empresarial o profesional. Esta nueva expresión coincide ahora al pie de la letra con los textos europeos, pero sustancialmente como decimos no difiere de la anterior. Así lo deja hoy día muy claro la Exposición de Motivos del TRLCU de 2007 cuando aclara el sentido del concepto de consumidor:
“Esto es, que interviene en las relaciones de consumo con fines privados, contratando bienes y servicios como destinatario final, sin incorporarlos, ni directa, ni indirectamente, en procesos de producción, comercialización o prestación a terceros” (apartado III, párrafo tercero).